lunes, 16 de febrero de 2009

EL REGRESO DEL CAPITAN

El hombre de barba en punta, gorra y chaqueta con gastadas insignias de capitán, sale de su camarote y camina por la despejada cubierta hacia la toldilla de popa del Torrens. La oscuridad se resuelve en un escándalo de estrellas que el mar repite en sus ondas obesas. El capitán lanza un largo bostezo a estribor, que más parece un aullido mudo en la madrugada, y escucha con escrupulosa atención entre los apretados crujidos del maderamen los ronquidos y balbuceos de la tripulación dormida. A veces una tos irremediable abate con estruendo los otros ruidos. Es un tronar enfermo y viejo como en la
El hombre de barba en punta, gorra y chaqueta con gastadas insignias de capitán, sale de su camarote y camina por la despejada cubierta hacia la toldilla de popa del Torrens. La oscuridad se resuelve en un escándalo de estrellas que el mar repite en sus ondas obesas. El capitán lanza un largo bostezo a estribor, que más parece un aullido mudo en la madrugada, y escucha con escrupulosa atención entre los apretados crujidos del maderamen los ronquidos y balbuceos de la tripulación dormida. A veces una tos irremediable abate con estruendo los otros ruidos. Es un tronar enfermo y viejo como en la agonía de un paquidermo prehistórico. El capitán la reconoce. Es la tos de James Wait, el negro fallecido en el Narcisus.De todos los navegantes del azaroso mar, James Wait es el menos apreciado por los hombres del barco. Éstos habían expresado al unísono y con voz de trueno su negativa a incorporarlo a la tripulación. Su insolidaridad en los momentos más críticos, el egoísmo insolente, la malsana costumbre de sentirse siempre infeliz por alguna causa y de querer transferir a los demás toda su desdicha, la vida miserable que hizo pasar a los del Narcisus, eran suficiente prueba para descartar cualquier pensamiento de admitirlo en el Torrens. Con todo, él se las arregló para acompañarlos. Se embarcó en Ko Tao justo el día en que el barco entró en la dársena y la tripulación había descendido a tierra, tal como acostumbra hacerlo desde tiempo inmemorial.Aunque ya no lo necesitan, los hombres del Torrens siguen atados a los devotos rituales de su vida; los practican mecánicamente, como una inadvertida obstinación de recoger sus pasos en repetición infinita, para así permanecer ellos mismos en un estado inmodificable que justifique la levedad de su nueva esencia (ya nadie los percibe). Por eso, aunque ya no requieren abundantes provisiones para travesías heroicas como en el pasado (ahora hacen navegación de cabotaje), tampoco licores fieros en las arriesgadas tabernas de puerto, mujeres mercenarias en las bondades de sus cuerpos, ni la fortuna oculta en las ávidas figuras del póquer, bajan a tierra salvajemente en cuanto huelen puerto; se desbandan enfáticos, con el tropel de los locos a la libertad.James Wait, el negro del Narcisus, había aprovechado aquella ausencia para abordar sigiloso y sin ninguna resistencia, sin ninguna explicación de su parte. Y aguardó en el barco, echado en uno de los camarotes, con las manos de almohada y la habitual indolencia que siempre lo caracterizó, infectándolo todo con los huracanes de su tos, los dos días que tardó en volver la tripulación.El capitán nunca desembarca, pero mientras los hombres se atropellan buscando tierra, él vuela emocionado a la borda y se aplica a gritar un ansioso saludo a algún transeúnte lugareño del puerto.¿Podría usted decirme si éste es Puerto Mariúpol, señor? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.Y vuelve apesadumbrado a su camarote tras la invariable negativa del paisano, que además le ha dado algunas indicaciones para orientarlo; él las acatará tan pronto regrese la tripulación. Los hombres, que en su partida nunca ven a ningún transeúnte de puerto y muchísimo menos oyen el diálogo entre los dos, pero sí observan a su viejo capitán practicando gesticulaciones disparatadas entre palabras insensatas, se limitan a mirarse con socarrones mensajes de un asombro renovado en la burla indulgente. Justo después de uno de esos fracasos del capitán, James Wait se deslizó en el barco. Y el anciano capitán no se percató de su presencia, ocupado de inmediato y como siempre en el estudio de sus viejas cartas de navegación, de amarillentos portulanos y planisferios; en la recuperación de manoseados astrolabios, sextantes y cuadrantes; en el repaso de los libros que le ocuparon la mano a lo largo de su vida, en el recuerdo incómodo de un hogar que no termina de extrañar. Y piensa en Jessie con desasosiego. Sabe que ella lo aguarda para cenar en Puerto Mariúpol y partir juntos al día siguiente hacia Berdichev, tierra que lo trajo al mundo y donde oyó por primera vez del hechizo del mar. Se habían prometido ese viaje a Berdichev una tarde calmosa en el huerto de su casa en Bishopbourne. Él quería volver a su pasado. Quería tener junto a ella una lenta vejez allí, luego de haber cumplido, como toda pareja ordinaria, el ciclo normal de dos hijos y un hogar tranquilo y bostezado. Hace tanto han planeado ese viaje final, que el capitán a veces hasta se ha sentido ya rodeado por los brazos laboriosos de sus parientes vivos. Los otros, los ausentes, también estarán allí a su manera en los rincones de la casa, en las siluetas que mancharán las paredes, en los cuartos solitarios que se llenarán de sus presencias cuando él regrese.

Hace inmersión en su vida pasada y no hay nadie en el mundo que consuma ese oficio con vehemencia más febril. Es una especie de festín permanente que él sólo alterna con la pericia para conducir cualquier barco hasta los lugares más insospechados del globo donde haya una gota de mar. Pero siente que le ha dado mil vueltas al mundo en busca de Puerto Mariúpol. Ha unido en su singladura el Atlántico y el Pacífico, el mar de Azov y el mar Negro; el mar de Wadden y el Mediterráneo lo han saludado con familiaridad. Ningún puerto le es ajeno, y en todos ha encontrado la misma respuesta: «Está muy lejos, capitán», y a continuación la prodigalidad del interrogado ha sido explícita sobre hacia dónde debe virar. Él también lo sabe, pero siempre se equivoca. La culpa es de su brújula encantada y de haber perdido la facultad de pedir consejo a los astros. Y Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev.
En ocasiones, los ruidos provenientes de cubierta logran romper su recogimiento. Entonces se abren las fauces del infierno y un capitán energúmeno emerge de ellas para imponer disciplina con torrentes de voz que silencian el universo: «¡Y ahora, a la gran gavia! ¡Tú, imbécil, atraca ese andarivel! ¡Muévanse, no se queden sin hacer nada! ¡Contramaestre, no hay descanso hasta que la maniobra quede hecha! ¡Trabajen hasta sangrar! ¡Hay viento para hinchar las velas. Quiero hender ese viento, quiero rasgarlo como a un jamón! ¡No olviden que este viejo barco amigo mío es un clíper extremo! ¡Para eso están aquí!». Y con un movimiento de tornado cierra la puerta de su camarote en un estruendo que hace vacilar la arboladura toda. Los rudos hombres se silencian. Sus rostros, habitados por barba tenebrosa y bruscas cicatrices cargadas de historias inconfesables, nada expresan. Pero esto es sólo en ocasiones. El capitán, por lo general, se limita a escuchar las discusiones de la tripulación y no interviene para nada, salvo que las cosas vayan a mayores. No siempre es así. Ha lidiado con tantas tripulaciones bestiales, que la presente parece integrada por alelados novicios. Ahora, en la madrugada, ante un mar que respira un sueño apacible, oye en la memoria los acostumbrados lamentos de James Wait la noche pasada, pidiendo que alguien lo ayudara con unos aparejos muy pesados.
—¿No ven que mi atormentado cuerpo ya no soporta ni el movimiento del barco? —y tosió su veneno in crescendo hasta obtener respuesta de alguien. Era Kurtz.—¿Y quién te mandó a unírtenos, negro estúpido y maloliente? ¡Tú te lo buscaste! ¡Por mí puedes reventar de nuevo!—¡Esa respuesta sólo podía provenir de ti, maldito explotador de nativos en el Congo! ¡Demonio ladrón de marfil y de conciencias! —respondió James Wait tragándose la tos.—¿De dónde sacas semejante blasfemia, inmundo comedor de ratas? ¡Una palabra más y romperé tu asqueroso pescuezo de gato envenenado!Pero nada pasó. Los otros hombres hicieron comentarios a favor y en contra de los rivales, para terminar, conciliadores, ayudando a James Wait, que no les dio las gracias y se echó en algún rincón a contemplar las nubes y a barrer la cubierta con fragores de tos invencible.El capitán, por costumbre, quiere llevarse un cigarro a la boca, pero en seguida recuerda que ese placer también le ha sido vedado. Jessie se planta ante él y le recrimina de nuevo esa fea costumbre de aspirar porquería: «Ni los trenes, Joseph. Si te fijas bien, ellos se liberan del humo en vez de tragárselo. Eres un fumívoro, Joseph». Él la mira sonriendo con humildad, y le repite su vieja respuesta: «No te fumes la colilla, querida Jessie», para hacerle ver que vuelve sobre temas fatigados. Ella le acaricia la mejilla con su mano anciana y él cierra los ojos con afligida placidez. Cuando los abre, Jessie se ha marchado. Él suspira y pone la mirada húmeda sobre el lánguido horizonte que se despereza entre púrpuras y amarillos perplejos. Un viento maestral silba y envuelve el barco en giros suaves; el capitán lo aspira y siente que atraviesa su cuerpo, hecho también de brisa.Todavía respira la calma de la madrugada, cuando oye la voz de Jim a su espalda:—Mi destino no podía ser otro, ¿verdad, capitán?


El capitán se vuelve y lo observa. Jim ha permanecido silencioso desde que embarcó, y harto le había costado al capitán convencerlo de acompañarlo. Lo encontró caído aún de cara, tal como quedó, y al invitarlo al barco como había hecho casi con todos los hombres de la tripulación, Jim volvió su rostro en un gesto devastado y se negó en silencio. Luego se incorporó despacio hasta sentarse al lado del cuerpo vacío. Conversaron mucho aquella tarde y Jim seguía renuente a acompañarlo; prefería hablar de sus viajes a Bombay, a Calcuta, a Rangún, a Penang. Ya la inmensa soledad del mundo rebosaba de luna cuando, luego de otra de sus negativas, recuerda el capitán que decidió decirle, con la mirada puesta en el absurdo lago de sangre sobre la hierba enlodada: «¿No estás harto ya de tanta soledad, Jim? Yo levanto para ti la proscripción del mar que te impusieron los hombres. Para ti, Jim, que eres hombre al que embriaga la espuma del mar, que amas las velas y el viento gemidor». Y aquello al fin lo conmovió, aunque ya en el Torrens Jim determinó habitar en el mutismo. Ahora ayuda en las faenas, pero siempre está abstraído. Manipula las jarcias con manos ajenas, va hasta la punta del bauprés con equilibrio animal que ignora todo lo humano. Su mente perdida recorre inmensas zonas de su pasado como si todavía no entendiera el porqué de muchas cosas.
—Tienes razón, Jim —le dice el capitán—. Tenías que morir a manos del malayo Doramín.—No me refiero al balazo, señor. Eso le sucede a cualquiera, ni siquiera me dolió. Hablo de mi vida toda, de la desdicha de mi cobardía al abandonar un maldito barco creyendo que se hundiría; me refiero al deplorable espectáculo del tribunal que me humilló por esa falta, a la fracasada huida de ese pasado deshonroso. ¿Qué puede haber más dramático que un capitán que abandona su barco en el naufragio? Tal vez sólo el lord que antepusieron a mi nombre.—Y ni siquiera podías merecer el amor de una mujer. El destino es avaro, Jim. Te arrebató del mundo justo cuando empezabas a sorberlo.—Sí, capitán. A veces pienso que mi encuentro con la vida fue sólo un estúpido sueño; como si apenas me hubiera sido dado contemplar su entorno, pero jamás se me permitió introducirme en ella. También, que fui puesto en la vida por un dios caprichoso sin ningún propósito, o sólo para regocijo de sus pasiones más siniestras. Pero ahora, visto todo desde la perspectiva del tiempo, es mucho peor, capitán. Ahora creo que mi existencia no tuvo, ni siquiera para mí mismo, ningún sentido. Nada.El capitán observa minucioso al hombre pálido y delgado que planta su extendida figura ante él. Y ve en Jim la mejor alegoría de la desolación.—Te equivocas, Jim —le dice—, te equivocas. Tu vida fue muy importante: me dio un bellísimo tema para contar al mundo. Ahora, ve a tomarte un café y después ocúpate del cabrestante. ¡Y sacude a los hombres para faenar! ¡Se están tomando muy en serio eso de que ya murieron!Luego se vuelve a babor y distrae la mirada en el soñoliento horizonte. Mira el color del mar y lo ve plomizo. Recuerda que los griegos veían en el mar el color del vino y siente placer en la boca. Sin proponérselo, se encuentra de pronto con los ojos fascinados sobre un punto lejano que parece querer definirse en algo más concreto. «Debe ser otro de esos esperpentos que parecen ser la ocupación predilecta de los astilleros de estos confusos tiempos», se dice el capitán. «Pero es posible que su tripulación me indique al fin un rumbo adecuado a Puerto Mariúpol». Toma el catalejo y observa. Aún está muy lejos para distinguirlo sobre el ondulado lomo del mar. Enfoca atento el catalejo, pero ahora su concentración es agredida por atroces vozarrones que arremeten desde los camarotes hasta subir a cubierta. Ya sabe de quiénes se trata. «De nuevo los duelistas. Hoy empezaron temprano», piensa el capitán, mientras camina hacia la roda donde ya se encuentran los hombres frente a frente en actitud de dentelladas. Levanta el índice para hablar como un teólogo, al tiempo que es interrumpido por uno de los hombres.—Capitán, soy Feraud, oficial de húsares al servicio del invicto ejército del emperador Bonaparte...

—Sí, sí, Feraud, ya lo sé. Todos los días lo repites. Pero recuerda que lo de invicto fue sólo por un tiempo. Waterloo todavía humea para desmentirte —responde el capitán en tono pedagógico—. Y tú, D’Hubert, ¿para qué te prestas a esta locura? —concluye, dirigiéndose al otro hombre.—Es la costumbre, capitán; durante toda mi vida fui renuente a este ridículo encuentro, pero siempre terminaba cediendo a la provocación de este bocón, cuyos méritos y ascensos se debieron a mis influencias y buenos oficios. El duelo es la justificación de su existencia, capitán; aceptárselo con renuencia es la mía. A fin de cuentas, él siempre es el humillado.Mientras tanto, Feraud babea de ira; abre la boca y expele injurias de fuego. Se retuerce en su sitio como por una repentina epilepsia, y ya nada lo contiene.—¡Esto es inconcebible! —ruge—. ¡Capitán, formalmente le solicito que me apadrine en esta lid! Ya he hablado con Nostromo y Razumov, que también me asistirán.—Yo sólo cuento con Almayer... si logro arrancarlo de su visionaria pipa de opio —dice algo confundido D’Hubert.El capitán los mira uno a uno, y luego de un prolongado silencio les pregunta lo mismo de todos los días.—¿Y las armas? ¿Se piensan batir con el dedo índice, muchachos? Ya saben que en nuestro estado lo único que podemos portar son cadenas para arrastrar, y eso en las viejas casonas y en los castillos abandonados, porque en este viejo barco sólo servirían para fatigarnos.Los hombres quedan atónitos; entonces repiten su diaria mirada de desconcierto ante omisión tan lamentable y, luego de una gallarda inclinación de cabeza, se retiran cada uno por su lado, confundidos aún por la torpeza de su imprevisión. La tripulación, que ya se dispersa por la cubierta, les palmea las espaldas con afecto. El capitán los ignora porque ahora enfoca todo su cuidado en la presencia del barco en la distancia. Pasa por encima del grumete que enjabona el piso, y vuelve a la borda a concentrar el catalejo sobre ese punto negro que ya se define. «Es raro, muy raro —murmura—, más que el último que avistamos hace tres días y que nos dejó sordos con el estruendo de los engranajes y su motor endemoniado. Éste tampoco tiene velamen ni arboladura; en su lugar han erigido una ridícula arquitectura metálica de cilindros, cubos y rectángulos colosales. Pero no importa. Como va el mundo, todos los barcos terminarán por ser fiel copia del exabrupto ese del Titanic, que fracasó por la soberbia de los armadores: ¡cuarenta y cinco mil toneladas de vanidad!».

El Sol ya empieza a poner color a las cosas. El cielo, ahora de un azul estridente, omite las nubes; las relajadas olas se han irisado y las gaviotas que meditan en el mástil centellean de tan blancas. El capitán piensa en Jessie, a quien le gustan los amaneceres nítidos. Y decide retener en la memoria todo lo que su vista absorbe para después contárselo a ella en cada detalle. Mientras aguarda a que el otro barco se ponga a distancia de voz, observa meticuloso cada movimiento de los peces, toda transformación de los colores en el agua, la distancia perdida de lugares que imagina también gritando de color, cualquier gesto del mar y de las aves, hasta el mismo estado de su alma queda registrado en la vieja mente del capitán memorioso. Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev. En medio de la cena, él le va a dibujar con palabras este amanecer.Ya el otro barco se acerca. Su eslora es enorme; debe ser cinco veces la del Torrens. Intenta leer su nombre, pero el Sol se lo impide al golpear sobre el casco plateado. Puede, no obstante, ver la tripulación por el catalejo. Son hombres muy afeitados y relucientes. Miran también hacia el Torrens con ojos estupefactos de miedo supersticioso, desde sus estrictos uniformes azules. Uno de ellos, acaso el primer oficial, pone los binoculares frente a su catalejo, y entonces el capitán levanta la mano con emoción para saludarlo. Se empina y quiere alcanzarlo con los dedos. El otro no responde y mira interrogante a su vecino, un joven oficial rubio y envarado que parece más tranquilo. Al capitán no le importa que lo ignoren, y grita a sus hombres que se acerquen, que agiten pañuelos, que griten hasta reventar, que hagan sonar el pito, que se desgañiten y se queden sin voz y sin aliento; lo consume una alegría nerviosa. Ellos se detienen en su deambular y lo observan con la conmiseración de siempre. De nuevo, el capitán se ilusiona.Ya los tiene a distancia de voz; puede verlos sin el catalejo. Discierne el decorado de los severos uniformes. Y siente que ha llegado el momento. Almacena cuanto aire le cabe en el pecho, y abre compuertas a la tempestad de su voz:—¿Podrían ustedes decirme hacia dónde es Puerto Mariúpol, señores? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.

—Como le decía, señor —habló el joven rubio al primer oficial—, no es extraño que el radar no lo haya detectado. Ningún instrumento puede hacerlo.—Pero es que, además, las velas no están izadas y no hay un alma en cubierta —balbuceó el primer oficial sin quitar los ojos de los binoculares.—Se equivoca usted, señor, es tripulado por almas; sólo que no podemos verlas. Allí está el alma del capitán Józef Teodor Konrad Korzeniowski; acaso usted lo ha oído mencionar como Joseph Conrad, el escritor.El primer oficial dejó los binoculares y miró al joven.—Me habla usted de un hombre que murió hace más de setenta años, Marlowe. ¡Claro que he leído sus libros, son memorables!—Mi bisabuelo, que narró con su voz varios de esos libros, legó a mi familia la historia del capitán Konrad Korzeniowski. Contaba él que a ese capitán, después de veinte años de navegar por todos los mares del mundo, una mujer lo retuvo en tierra, luego fue una familia. Se dedicó entonces a su otro dominio: escribir novelas sobre personajes del mar, y ahora ellos son la tripulación de su barco. Y va de puerto en puerto en busca de Jessie, la mujer que lo aguarda. Se habían prometido un último viaje de ancianos a las tierras de su origen para concluir la vejez entre sus mayores, pero la muerte ignoró ese deseo. Y él no quiere incumplir. Por eso navega vehemente en el Torrens, ese barco que usted tiene a la vista, señor. Navega en el tiempo, navega en la ilusión. Dicen que los puertos lo añoran. Él se deja ver en ellos y hay lugares que lo prefieren como paisaje frecuente en su mar. Todos lo recuerdan, sí, señor. Siempre lo esperan y él no puede demorarse porque tiene una cita importante que cumplir. Debido a eso, en cualquier instante una densa niebla lo cubrirá a nuestros ojos mortales, ya verá usted, señor; en otro instante, hombres de idioma distinto del nuestro verán al Torrens recalar en sus aguas, y aspirarán a contemplar el rostro de su infatigable capitán.
agonía de un paquidermo prehistórico. El capitán la reconoce. Es la tos de James Wait, el negro fallecido en el Narcisus.De todos los navegantes del azaroso mar, James Wait es el menos apreciado por los hombres del barco. Éstos habían expresado al unísono y con voz de trueno su negativa a incorporarlo a la tripulación. Su insolidaridad en los momentos más críticos, el egoísmo insolente, la malsana costumbre de sentirse siempre infeliz por alguna causa y de querer transferir a los demás toda su desdicha, la vida miserable que hizo pasar a los del Narcisus, eran suficiente prueba para descartar cualquier pensamiento de admitirlo en el Torrens. Con todo, él se las arregló para acompañarlos. Se embarcó en Ko Tao justo el día en que el barco entró en la dársena y la tripulación había descendido a tierra, tal como acostumbra hacerlo desde tiempo inmemorial.Aunque ya no lo necesitan, los hombres del Torrens siguen atados a los devotos rituales de su vida; los practican mecánicamente, como una inadvertida obstinación de recoger sus pasos en repetición infinita, para así permanecer ellos mismos en un estado inmodificable que justifique la levedad de su nueva esencia (ya nadie los percibe). Por eso, aunque ya no requieren abundantes provisiones para travesías heroicas como en el pasado (ahora hacen navegación de cabotaje), tampoco licores fieros en las arriesgadas tabernas de puerto, mujeres mercenarias en las bondades de sus cuerpos, ni la fortuna oculta en las ávidas figuras del póquer, bajan a tierra salvajemente en cuanto huelen puerto; se desbandan enfáticos, con el tropel de los locos a la libertad.James Wait, el negro del Narcisus, había aprovechado aquella ausencia para abordar sigiloso y sin ninguna resistencia, sin ninguna explicación de su parte. Y aguardó en el barco, echado en uno de los camarotes, con las manos de almohada y la habitual indolencia que siempre lo caracterizó, infectándolo todo con los huracanes de su tos, los dos días que tardó en volver la tripulación.El capitán nunca desembarca, pero mientras los hombres se atropellan buscando tierra, él vuela emocionado a la borda y se aplica a gritar un ansioso saludo a algún transeúnte lugareño del puerto.¿Podría usted decirme si éste es Puerto Mariúpol, señor? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.Y vuelve apesadumbrado a su camarote tras la invariable negativa del paisano, que además le ha dado algunas indicaciones para orientarlo; él las acatará tan pronto regrese la tripulación. Los hombres, que en su partida nunca ven a ningún transeúnte de puerto y muchísimo menos oyen el diálogo entre los dos, pero sí observan a su viejo capitán practicando gesticulaciones disparatadas entre palabras insensatas, se limitan a mirarse con socarrones mensajes de un asombro renovado en la burla indulgente. Justo después de uno de esos fracasos del capitán, James Wait se deslizó en el barco. Y el anciano capitán no se percató de su presencia, ocupado de inmediato y como siempre en el estudio de sus viejas cartas de navegación, de amarillentos portulanos y planisferios; en la recuperación de manoseados astrolabios, sextantes y cuadrantes; en el repaso de los libros que le ocuparon la mano a lo largo de su vida, en el recuerdo incómodo de un hogar que no termina de extrañar. Y piensa en Jessie con desasosiego. Sabe que ella lo aguarda para cenar en Puerto Mariúpol y partir juntos al día siguiente hacia Berdichev, tierra que lo trajo al mundo y donde oyó por primera vez del hechizo del mar. Se habían prometido ese viaje a Berdichev una tarde calmosa en el huerto de su casa en Bishopbourne. Él quería volver a su pasado. Quería tener junto a ella una lenta vejez allí, luego de haber cumplido, como toda pareja ordinaria, el ciclo normal de dos hijos y un hogar tranquilo y bostezado. Hace tanto han planeado ese viaje final, que el capitán a veces hasta se ha sentido ya rodeado por los brazos laboriosos de sus parientes vivos. Los otros, los ausentes, también estarán allí a su manera en los rincones de la casa, en las siluetas que mancharán las paredes, en los cuartos solitarios que se llenarán de sus presencias cuando él regrese.



Hace inmersión en su vida pasada y no hay nadie en el mundo que consuma ese oficio con vehemencia más febril. Es una especie de festín permanente que él sólo alterna con la pericia para conducir cualquier barco hasta los lugares más insospechados del globo donde haya una gota de mar. Pero siente que le ha dado mil vueltas al mundo en busca de Puerto Mariúpol. Ha unido en su singladura el Atlántico y el Pacífico, el mar de Azov y el mar Negro; el mar de Wadden y el Mediterráneo lo han saludado con familiaridad. Ningún puerto le es ajeno, y en todos ha encontrado la misma respuesta: «Está muy lejos, capitán», y a continuación la prodigalidad del interrogado ha sido explícita sobre hacia dónde debe virar. Él también lo sabe, pero siempre se equivoca. La culpa es de su brújula encantada y de haber perdido la facultad de pedir consejo a los astros. Y Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev.
En ocasiones, los ruidos provenientes de cubierta logran romper su recogimiento. Entonces se abren las fauces del infierno y un capitán energúmeno emerge de ellas para imponer disciplina con torrentes de voz que silencian el universo: «¡Y ahora, a la gran gavia! ¡Tú, imbécil, atraca ese andarivel! ¡Muévanse, no se queden sin hacer nada! ¡Contramaestre, no hay descanso hasta que la maniobra quede hecha! ¡Trabajen hasta sangrar! ¡Hay viento para hinchar las velas. Quiero hender ese viento, quiero rasgarlo como a un jamón! ¡No olviden que este viejo barco amigo mío es un clíper extremo! ¡Para eso están aquí!». Y con un movimiento de tornado cierra la puerta de su camarote en un estruendo que hace vacilar la arboladura toda. Los rudos hombres se silencian. Sus rostros, habitados por barba tenebrosa y bruscas cicatrices cargadas de historias inconfesables, nada expresan. Pero esto es sólo en ocasiones. El capitán, por lo general, se limita a escuchar las discusiones de la tripulación y no interviene para nada, salvo que las cosas vayan a mayores. No siempre es así. Ha lidiado con tantas tripulaciones bestiales, que la presente parece integrada por alelados novicios. Ahora, en la madrugada, ante un mar que respira un sueño apacible, oye en la memoria los acostumbrados lamentos de James Wait la noche pasada, pidiendo que alguien lo ayudara con unos aparejos muy pesados.
—¿No ven que mi atormentado cuerpo ya no soporta ni el movimiento del barco? —y tosió su veneno in crescendo hasta obtener respuesta de alguien. Era Kurtz.—¿Y quién te mandó a unírtenos, negro estúpido y maloliente? ¡Tú te lo buscaste! ¡Por mí puedes reventar de nuevo!—¡Esa respuesta sólo podía provenir de ti, maldito explotador de nativos en el Congo! ¡Demonio ladrón de marfil y de conciencias! —respondió James Wait tragándose la tos.—¿De dónde sacas semejante blasfemia, inmundo comedor de ratas? ¡Una palabra más y romperé tu asqueroso pescuezo de gato envenenado!Pero nada pasó. Los otros hombres hicieron comentarios a favor y en contra de los rivales, para terminar, conciliadores, ayudando a James Wait, que no les dio las gracias y se echó en algún rincón a contemplar las nubes y a barrer la cubierta con fragores de tos invencible.El capitán, por costumbre, quiere llevarse un cigarro a la boca, pero en seguida recuerda que ese placer también le ha sido vedado. Jessie se planta ante él y le recrimina de nuevo esa fea costumbre de aspirar porquería: «Ni los trenes, Joseph. Si te fijas bien, ellos se liberan del humo en vez de tragárselo. Eres un fumívoro, Joseph». Él la mira sonriendo con humildad, y le repite su vieja respuesta: «No te fumes la colilla, querida Jessie», para hacerle ver que vuelve sobre temas fatigados. Ella le acaricia la mejilla con su mano anciana y él cierra los ojos con afligida placidez. Cuando los abre, Jessie se ha marchado. Él suspira y pone la mirada húmeda sobre el lánguido horizonte que se despereza entre púrpuras y amarillos perplejos. Un viento maestral silba y envuelve el barco en giros suaves; el capitán lo aspira y siente que atraviesa su cuerpo, hecho también de brisa.Todavía respira la calma de la madrugada, cuando oye la voz de Jim a su espalda:—Mi destino no podía ser otro, ¿verdad, capitán?


El capitán se vuelve y lo observa. Jim ha permanecido silencioso desde que embarcó, y harto le había costado al capitán convencerlo de acompañarlo. Lo encontró caído aún de cara, tal como quedó, y al invitarlo al barco como había hecho casi con todos los hombres de la tripulación, Jim volvió su rostro en un gesto devastado y se negó en silencio. Luego se incorporó despacio hasta sentarse al lado del cuerpo vacío. Conversaron mucho aquella tarde y Jim seguía renuente a acompañarlo; prefería hablar de sus viajes a Bombay, a Calcuta, a Rangún, a Penang. Ya la inmensa soledad del mundo rebosaba de luna cuando, luego de otra de sus negativas, recuerda el capitán que decidió decirle, con la mirada puesta en el absurdo lago de sangre sobre la hierba enlodada: «¿No estás harto ya de tanta soledad, Jim? Yo levanto para ti la proscripción del mar que te impusieron los hombres. Para ti, Jim, que eres hombre al que embriaga la espuma del mar, que amas las velas y el viento gemidor». Y aquello al fin lo conmovió, aunque ya en el Torrens Jim determinó habitar en el mutismo. Ahora ayuda en las faenas, pero siempre está abstraído. Manipula las jarcias con manos ajenas, va hasta la punta del bauprés con equilibrio animal que ignora todo lo humano. Su mente perdida recorre inmensas zonas de su pasado como si todavía no entendiera el porqué de muchas cosas.
—Tienes razón, Jim —le dice el capitán—. Tenías que morir a manos del malayo Doramín.—No me refiero al balazo, señor. Eso le sucede a cualquiera, ni siquiera me dolió. Hablo de mi vida toda, de la desdicha de mi cobardía al abandonar un maldito barco creyendo que se hundiría; me refiero al deplorable espectáculo del tribunal que me humilló por esa falta, a la fracasada huida de ese pasado deshonroso. ¿Qué puede haber más dramático que un capitán que abandona su barco en el naufragio? Tal vez sólo el lord que antepusieron a mi nombre.—Y ni siquiera podías merecer el amor de una mujer. El destino es avaro, Jim. Te arrebató del mundo justo cuando empezabas a sorberlo.—Sí, capitán. A veces pienso que mi encuentro con la vida fue sólo un estúpido sueño; como si apenas me hubiera sido dado contemplar su entorno, pero jamás se me permitió introducirme en ella. También, que fui puesto en la vida por un dios caprichoso sin ningún propósito, o sólo para regocijo de sus pasiones más siniestras. Pero ahora, visto todo desde la perspectiva del tiempo, es mucho peor, capitán. Ahora creo que mi existencia no tuvo, ni siquiera para mí mismo, ningún sentido. Nada.El capitán observa minucioso al hombre pálido y delgado que planta su extendida figura ante él. Y ve en Jim la mejor alegoría de la desolación.—Te equivocas, Jim —le dice—, te equivocas. Tu vida fue muy importante: me dio un bellísimo tema para contar al mundo. Ahora, ve a tomarte un café y después ocúpate del cabrestante. ¡Y sacude a los hombres para faenar! ¡Se están tomando muy en serio eso de que ya murieron!Luego se vuelve a babor y distrae la mirada en el soñoliento horizonte. Mira el color del mar y lo ve plomizo. Recuerda que los griegos veían en el mar el color del vino y siente placer en la boca. Sin proponérselo, se encuentra de pronto con los ojos fascinados sobre un punto lejano que parece querer definirse en algo más concreto. «Debe ser otro de esos esperpentos que parecen ser la ocupación predilecta de los astilleros de estos confusos tiempos», se dice el capitán. «Pero es posible que su tripulación me indique al fin un rumbo adecuado a Puerto Mariúpol». Toma el catalejo y observa. Aún está muy lejos para distinguirlo sobre el ondulado lomo del mar. Enfoca atento el catalejo, pero ahora su concentración es agredida por atroces vozarrones que arremeten desde los camarotes hasta subir a cubierta. Ya sabe de quiénes se trata. «De nuevo los duelistas. Hoy empezaron temprano», piensa el capitán, mientras camina hacia la roda donde ya se encuentran los hombres frente a frente en actitud de dentelladas. Levanta el índice para hablar como un teólogo, al tiempo que es interrumpido por uno de los hombres.—Capitán, soy Feraud, oficial de húsares al servicio del invicto ejército del emperador Bonaparte...

—Sí, sí, Feraud, ya lo sé. Todos los días lo repites. Pero recuerda que lo de invicto fue sólo por un tiempo. Waterloo todavía humea para desmentirte —responde el capitán en tono pedagógico—. Y tú, D’Hubert, ¿para qué te prestas a esta locura? —concluye, dirigiéndose al otro hombre.—Es la costumbre, capitán; durante toda mi vida fui renuente a este ridículo encuentro, pero siempre terminaba cediendo a la provocación de este bocón, cuyos méritos y ascensos se debieron a mis influencias y buenos oficios. El duelo es la justificación de su existencia, capitán; aceptárselo con renuencia es la mía. A fin de cuentas, él siempre es el humillado.Mientras tanto, Feraud babea de ira; abre la boca y expele injurias de fuego. Se retuerce en su sitio como por una repentina epilepsia, y ya nada lo contiene.—¡Esto es inconcebible! —ruge—. ¡Capitán, formalmente le solicito que me apadrine en esta lid! Ya he hablado con Nostromo y Razumov, que también me asistirán.—Yo sólo cuento con Almayer... si logro arrancarlo de su visionaria pipa de opio —dice algo confundido D’Hubert.El capitán los mira uno a uno, y luego de un prolongado silencio les pregunta lo mismo de todos los días.—¿Y las armas? ¿Se piensan batir con el dedo índice, muchachos? Ya saben que en nuestro estado lo único que podemos portar son cadenas para arrastrar, y eso en las viejas casonas y en los castillos abandonados, porque en este viejo barco sólo servirían para fatigarnos.Los hombres quedan atónitos; entonces repiten su diaria mirada de desconcierto ante omisión tan lamentable y, luego de una gallarda inclinación de cabeza, se retiran cada uno por su lado, confundidos aún por la torpeza de su imprevisión. La tripulación, que ya se dispersa por la cubierta, les palmea las espaldas con afecto. El capitán los ignora porque ahora enfoca todo su cuidado en la presencia del barco en la distancia. Pasa por encima del grumete que enjabona el piso, y vuelve a la borda a concentrar el catalejo sobre ese punto negro que ya se define. «Es raro, muy raro —murmura—, más que el último que avistamos hace tres días y que nos dejó sordos con el estruendo de los engranajes y su motor endemoniado. Éste tampoco tiene velamen ni arboladura; en su lugar han erigido una ridícula arquitectura metálica de cilindros, cubos y rectángulos colosales. Pero no importa. Como va el mundo, todos los barcos terminarán por ser fiel copia del exabrupto ese del Titanic, que fracasó por la soberbia de los armadores: ¡cuarenta y cinco mil toneladas de vanidad!».

El Sol ya empieza a poner color a las cosas. El cielo, ahora de un azul estridente, omite las nubes; las relajadas olas se han irisado y las gaviotas que meditan en el mástil centellean de tan blancas. El capitán piensa en Jessie, a quien le gustan los amaneceres nítidos. Y decide retener en la memoria todo lo que su vista absorbe para después contárselo a ella en cada detalle. Mientras aguarda a que el otro barco se ponga a distancia de voz, observa meticuloso cada movimiento de los peces, toda transformación de los colores en el agua, la distancia perdida de lugares que imagina también gritando de color, cualquier gesto del mar y de las aves, hasta el mismo estado de su alma queda registrado en la vieja mente del capitán memorioso. Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev. En medio de la cena, él le va a dibujar con palabras este amanecer.Ya el otro barco se acerca. Su eslora es enorme; debe ser cinco veces la del Torrens. Intenta leer su nombre, pero el Sol se lo impide al golpear sobre el casco plateado. Puede, no obstante, ver la tripulación por el catalejo. Son hombres muy afeitados y relucientes. Miran también hacia el Torrens con ojos estupefactos de miedo supersticioso, desde sus estrictos uniformes azules. Uno de ellos, acaso el primer oficial, pone los binoculares frente a su catalejo, y entonces el capitán levanta la mano con emoción para saludarlo. Se empina y quiere alcanzarlo con los dedos. El otro no responde y mira interrogante a su vecino, un joven oficial rubio y envarado que parece más tranquilo. Al capitán no le importa que lo ignoren, y grita a sus hombres que se acerquen, que agiten pañuelos, que griten hasta reventar, que hagan sonar el pito, que se desgañiten y se queden sin voz y sin aliento; lo consume una alegría nerviosa. Ellos se detienen en su deambular y lo observan con la conmiseración de siempre. De nuevo, el capitán se ilusiona.Ya los tiene a distancia de voz; puede verlos sin el catalejo. Discierne el decorado de los severos uniformes. Y siente que ha llegado el momento. Almacena cuanto aire le cabe en el pecho, y abre compuertas a la tempestad de su voz:—¿Podrían ustedes decirme hacia dónde es Puerto Mariúpol, señores? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.

—Como le decía, señor —habló el joven rubio al primer oficial—, no es extraño que el radar no lo haya detectado. Ningún instrumento puede hacerlo.—Pero es que, además, las velas no están izadas y no hay un alma en cubierta —balbuceó el primer oficial sin quitar los ojos de los binoculares.—Se equivoca usted, señor, es tripulado por almas; sólo que no podemos verlas. Allí está el alma del capitán Józef Teodor Konrad Korzeniowski; acaso usted lo ha oído mencionar como Joseph Conrad, el escritor.El primer oficial dejó los binoculares y miró al joven.—Me habla usted de un hombre que murió hace más de setenta años, Marlowe. ¡Claro que he leído sus libros, son memorables!—Mi bisabuelo, que narró con su voz varios de esos libros, legó a mi familia la historia del capitán Konrad Korzeniowski. Contaba él que a ese capitán, después de veinte años de navegar por todos los mares del mundo, una mujer lo retuvo en tierra, luego fue una familia. Se dedicó entonces a su otro dominio: escribir novelas sobre personajes del mar, y ahora ellos son la tripulación de su barco. Y va de puerto en puerto en busca de Jessie, la mujer que lo aguarda. Se habían prometido un último viaje de ancianos a las tierras de su origen para concluir la vejez entre sus mayores, pero la muerte ignoró ese deseo. Y él no quiere incumplir. Por eso navega vehemente en el Torrens, ese barco que usted tiene a la vista, señor. Navega en el tiempo, navega en la ilusión. Dicen que los puertos lo añoran. Él se deja ver en ellos y hay lugares que lo prefieren como paisaje frecuente en su mar. Todos lo recuerdan, sí, señor. Siempre lo esperan y él no puede demorarse porque tiene una cita importante que cumplir. Debido a eso, en cualquier instante una densa niebla lo cubrirá a nuestros ojos mortales, ya verá usted, señor; en otro instante, hombres de idioma distinto del nuestro verán al Torrens recalar en sus aguas, y aspirarán a contemplar el rostro de su infatigable capitán.

Cesar Perez Pinzón.

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