jueves, 26 de febrero de 2009

POEMA V





Del brazo tuyo he bajado por lo menos
un millón de escaleras
y ahora que no estás, cada escalón es un vacío.
También así de breve fue nuestro largo viaje.
El mío aún continúa, mas ya no necesito
los trasbordos, los asientos reservados,
las trampas, los oprobios de quien cree
que lo que vemos es la realidad.
He bajado millones de escaleras dándote el brazo
y no porque cuatro ojos puedan ver más que dos.
Contigo las bajé porque sabía que de ambos
las únicas pupilas verdaderas,
aunque muy empañadas
eran las tuyas.


Eugenio Montale.

miércoles, 25 de febrero de 2009

PROMETEO

De Prometeo nos hablan cuatro leyendas. Según la primera, lo amarraron al Caucazo por haber dado a conocer a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron numerosas águilas a devorar su hígado, en continua renovación. De acuerdo con la segunda, Prometeo,
deshecho por el dolor que le producían los picos desgarradores,
se fue empotrando en la roca hasta llegar a fundirse con ella. Conforme a la tercera, su traición paso al olvido con el correr de los siglos.
Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, el mismo se olvidó. Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda.
Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró de tedio. Solo permaneció el inexplicable peñasco. La leyenda pretende descifrar lo indescifrable. Como surgida de una verdad, tiene que remontarse a lo indescifrable.


Franz Kafka

martes, 24 de febrero de 2009

EMBRIAGAOS


"Dios es el único ser que para reinar no tuvo ni siquiera necesidad de existir"
Charles Baudelaire.

Hay que estar siempre ebrio. Nada más; esta es toda la cuestión. Para no sentir el peso horrible del tiempo, que os quiebra la espalda y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin parar.¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.

Y si alguna vez, en las escaleras de un palacio, en la verde hierba de una zanja, en la soledad sombría de vuestro cuarto, os despertáis, porque ha disminuido o ha desaparecido vuestra embriaguez, preguntad al viento, a las olas, a las estrellas, a los pájaros, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que gira, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es; y el viento, las olas, las estrellas, los pájaros, el reloj, os contestarán: "¡Es la hora de embriagarse!"
Para no ser los esclavos martirizados del tiempo, embriagaos; embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud, como queráis.

jueves, 19 de febrero de 2009

Muestra kafkiana

FRANZ KAFKA
"En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo."
BUITRES
Erase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?
-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?
- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.


UNA PEQUEÑA FÁBULA

¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato... y se lo comió.

FIN

UNA CONFUSIÓN COTIDIANA

Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que cerrar un negocio con B en H. Se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y se jacta en su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el negocio. Como probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano. Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Llega al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le aconsejan que espere. A, sin embargo, impaciente por el negocio, se va inmediatamente y vuelve a su casa.
Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un momento. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en seguida.
A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Y ya había preguntado muchas veces si no había regresado aún, pero seguía esperándolo siempre en el cuarto de A. Feliz de hablar con B y de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar tropieza, se tuerce un tendón y a punto de perder el sentido, incapaz de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B -tal vez muy lejos ya, tal vez a su lado- que baja la escalera furioso y que se pierde para siempre.
FIN

HISTORIAS DE CRONOPIOS Y DE FAMAS

He abstraido algunos textos del Libro "Historias de cronopios y de famas" del maestro Julio Cortazar, espero que alguno de ellos sea de su agrado.
"Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo".
Julio cortazar.

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.


Pérdida y recuperación del pelo


Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista. Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño. Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o una casa de comercio. Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos pelo (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia en una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa de los detritos en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda. Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos producirá, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.


El diario adiario


Un señor toma un tranvía después de compara el diario y ponerselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo.. Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de la plaza. Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diaro, hasta que un muchacho lo ve, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego lo lleva a su casa y en el camino lo usa para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.


Fin del mundo del fin


Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas, entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones, y los impresores llegan ya a orillas del mar. El presidente de la república habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo, y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente aunque viscoso que sube diariamente algunos metros y que terminar por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituídos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mesclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelíneas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos o sea los transatlánticos donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas, y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente, y de capitán a capitán.


Flor y cronopio


Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: «Es como una flor».


Tortugas y cronopios.


Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. Las esperanzas lo saben, y no se preocupan. Los famas lo saben, y se burlan. Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.




lunes, 16 de febrero de 2009

EL REGRESO DEL CAPITAN

El hombre de barba en punta, gorra y chaqueta con gastadas insignias de capitán, sale de su camarote y camina por la despejada cubierta hacia la toldilla de popa del Torrens. La oscuridad se resuelve en un escándalo de estrellas que el mar repite en sus ondas obesas. El capitán lanza un largo bostezo a estribor, que más parece un aullido mudo en la madrugada, y escucha con escrupulosa atención entre los apretados crujidos del maderamen los ronquidos y balbuceos de la tripulación dormida. A veces una tos irremediable abate con estruendo los otros ruidos. Es un tronar enfermo y viejo como en la
El hombre de barba en punta, gorra y chaqueta con gastadas insignias de capitán, sale de su camarote y camina por la despejada cubierta hacia la toldilla de popa del Torrens. La oscuridad se resuelve en un escándalo de estrellas que el mar repite en sus ondas obesas. El capitán lanza un largo bostezo a estribor, que más parece un aullido mudo en la madrugada, y escucha con escrupulosa atención entre los apretados crujidos del maderamen los ronquidos y balbuceos de la tripulación dormida. A veces una tos irremediable abate con estruendo los otros ruidos. Es un tronar enfermo y viejo como en la agonía de un paquidermo prehistórico. El capitán la reconoce. Es la tos de James Wait, el negro fallecido en el Narcisus.De todos los navegantes del azaroso mar, James Wait es el menos apreciado por los hombres del barco. Éstos habían expresado al unísono y con voz de trueno su negativa a incorporarlo a la tripulación. Su insolidaridad en los momentos más críticos, el egoísmo insolente, la malsana costumbre de sentirse siempre infeliz por alguna causa y de querer transferir a los demás toda su desdicha, la vida miserable que hizo pasar a los del Narcisus, eran suficiente prueba para descartar cualquier pensamiento de admitirlo en el Torrens. Con todo, él se las arregló para acompañarlos. Se embarcó en Ko Tao justo el día en que el barco entró en la dársena y la tripulación había descendido a tierra, tal como acostumbra hacerlo desde tiempo inmemorial.Aunque ya no lo necesitan, los hombres del Torrens siguen atados a los devotos rituales de su vida; los practican mecánicamente, como una inadvertida obstinación de recoger sus pasos en repetición infinita, para así permanecer ellos mismos en un estado inmodificable que justifique la levedad de su nueva esencia (ya nadie los percibe). Por eso, aunque ya no requieren abundantes provisiones para travesías heroicas como en el pasado (ahora hacen navegación de cabotaje), tampoco licores fieros en las arriesgadas tabernas de puerto, mujeres mercenarias en las bondades de sus cuerpos, ni la fortuna oculta en las ávidas figuras del póquer, bajan a tierra salvajemente en cuanto huelen puerto; se desbandan enfáticos, con el tropel de los locos a la libertad.James Wait, el negro del Narcisus, había aprovechado aquella ausencia para abordar sigiloso y sin ninguna resistencia, sin ninguna explicación de su parte. Y aguardó en el barco, echado en uno de los camarotes, con las manos de almohada y la habitual indolencia que siempre lo caracterizó, infectándolo todo con los huracanes de su tos, los dos días que tardó en volver la tripulación.El capitán nunca desembarca, pero mientras los hombres se atropellan buscando tierra, él vuela emocionado a la borda y se aplica a gritar un ansioso saludo a algún transeúnte lugareño del puerto.¿Podría usted decirme si éste es Puerto Mariúpol, señor? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.Y vuelve apesadumbrado a su camarote tras la invariable negativa del paisano, que además le ha dado algunas indicaciones para orientarlo; él las acatará tan pronto regrese la tripulación. Los hombres, que en su partida nunca ven a ningún transeúnte de puerto y muchísimo menos oyen el diálogo entre los dos, pero sí observan a su viejo capitán practicando gesticulaciones disparatadas entre palabras insensatas, se limitan a mirarse con socarrones mensajes de un asombro renovado en la burla indulgente. Justo después de uno de esos fracasos del capitán, James Wait se deslizó en el barco. Y el anciano capitán no se percató de su presencia, ocupado de inmediato y como siempre en el estudio de sus viejas cartas de navegación, de amarillentos portulanos y planisferios; en la recuperación de manoseados astrolabios, sextantes y cuadrantes; en el repaso de los libros que le ocuparon la mano a lo largo de su vida, en el recuerdo incómodo de un hogar que no termina de extrañar. Y piensa en Jessie con desasosiego. Sabe que ella lo aguarda para cenar en Puerto Mariúpol y partir juntos al día siguiente hacia Berdichev, tierra que lo trajo al mundo y donde oyó por primera vez del hechizo del mar. Se habían prometido ese viaje a Berdichev una tarde calmosa en el huerto de su casa en Bishopbourne. Él quería volver a su pasado. Quería tener junto a ella una lenta vejez allí, luego de haber cumplido, como toda pareja ordinaria, el ciclo normal de dos hijos y un hogar tranquilo y bostezado. Hace tanto han planeado ese viaje final, que el capitán a veces hasta se ha sentido ya rodeado por los brazos laboriosos de sus parientes vivos. Los otros, los ausentes, también estarán allí a su manera en los rincones de la casa, en las siluetas que mancharán las paredes, en los cuartos solitarios que se llenarán de sus presencias cuando él regrese.

Hace inmersión en su vida pasada y no hay nadie en el mundo que consuma ese oficio con vehemencia más febril. Es una especie de festín permanente que él sólo alterna con la pericia para conducir cualquier barco hasta los lugares más insospechados del globo donde haya una gota de mar. Pero siente que le ha dado mil vueltas al mundo en busca de Puerto Mariúpol. Ha unido en su singladura el Atlántico y el Pacífico, el mar de Azov y el mar Negro; el mar de Wadden y el Mediterráneo lo han saludado con familiaridad. Ningún puerto le es ajeno, y en todos ha encontrado la misma respuesta: «Está muy lejos, capitán», y a continuación la prodigalidad del interrogado ha sido explícita sobre hacia dónde debe virar. Él también lo sabe, pero siempre se equivoca. La culpa es de su brújula encantada y de haber perdido la facultad de pedir consejo a los astros. Y Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev.
En ocasiones, los ruidos provenientes de cubierta logran romper su recogimiento. Entonces se abren las fauces del infierno y un capitán energúmeno emerge de ellas para imponer disciplina con torrentes de voz que silencian el universo: «¡Y ahora, a la gran gavia! ¡Tú, imbécil, atraca ese andarivel! ¡Muévanse, no se queden sin hacer nada! ¡Contramaestre, no hay descanso hasta que la maniobra quede hecha! ¡Trabajen hasta sangrar! ¡Hay viento para hinchar las velas. Quiero hender ese viento, quiero rasgarlo como a un jamón! ¡No olviden que este viejo barco amigo mío es un clíper extremo! ¡Para eso están aquí!». Y con un movimiento de tornado cierra la puerta de su camarote en un estruendo que hace vacilar la arboladura toda. Los rudos hombres se silencian. Sus rostros, habitados por barba tenebrosa y bruscas cicatrices cargadas de historias inconfesables, nada expresan. Pero esto es sólo en ocasiones. El capitán, por lo general, se limita a escuchar las discusiones de la tripulación y no interviene para nada, salvo que las cosas vayan a mayores. No siempre es así. Ha lidiado con tantas tripulaciones bestiales, que la presente parece integrada por alelados novicios. Ahora, en la madrugada, ante un mar que respira un sueño apacible, oye en la memoria los acostumbrados lamentos de James Wait la noche pasada, pidiendo que alguien lo ayudara con unos aparejos muy pesados.
—¿No ven que mi atormentado cuerpo ya no soporta ni el movimiento del barco? —y tosió su veneno in crescendo hasta obtener respuesta de alguien. Era Kurtz.—¿Y quién te mandó a unírtenos, negro estúpido y maloliente? ¡Tú te lo buscaste! ¡Por mí puedes reventar de nuevo!—¡Esa respuesta sólo podía provenir de ti, maldito explotador de nativos en el Congo! ¡Demonio ladrón de marfil y de conciencias! —respondió James Wait tragándose la tos.—¿De dónde sacas semejante blasfemia, inmundo comedor de ratas? ¡Una palabra más y romperé tu asqueroso pescuezo de gato envenenado!Pero nada pasó. Los otros hombres hicieron comentarios a favor y en contra de los rivales, para terminar, conciliadores, ayudando a James Wait, que no les dio las gracias y se echó en algún rincón a contemplar las nubes y a barrer la cubierta con fragores de tos invencible.El capitán, por costumbre, quiere llevarse un cigarro a la boca, pero en seguida recuerda que ese placer también le ha sido vedado. Jessie se planta ante él y le recrimina de nuevo esa fea costumbre de aspirar porquería: «Ni los trenes, Joseph. Si te fijas bien, ellos se liberan del humo en vez de tragárselo. Eres un fumívoro, Joseph». Él la mira sonriendo con humildad, y le repite su vieja respuesta: «No te fumes la colilla, querida Jessie», para hacerle ver que vuelve sobre temas fatigados. Ella le acaricia la mejilla con su mano anciana y él cierra los ojos con afligida placidez. Cuando los abre, Jessie se ha marchado. Él suspira y pone la mirada húmeda sobre el lánguido horizonte que se despereza entre púrpuras y amarillos perplejos. Un viento maestral silba y envuelve el barco en giros suaves; el capitán lo aspira y siente que atraviesa su cuerpo, hecho también de brisa.Todavía respira la calma de la madrugada, cuando oye la voz de Jim a su espalda:—Mi destino no podía ser otro, ¿verdad, capitán?


El capitán se vuelve y lo observa. Jim ha permanecido silencioso desde que embarcó, y harto le había costado al capitán convencerlo de acompañarlo. Lo encontró caído aún de cara, tal como quedó, y al invitarlo al barco como había hecho casi con todos los hombres de la tripulación, Jim volvió su rostro en un gesto devastado y se negó en silencio. Luego se incorporó despacio hasta sentarse al lado del cuerpo vacío. Conversaron mucho aquella tarde y Jim seguía renuente a acompañarlo; prefería hablar de sus viajes a Bombay, a Calcuta, a Rangún, a Penang. Ya la inmensa soledad del mundo rebosaba de luna cuando, luego de otra de sus negativas, recuerda el capitán que decidió decirle, con la mirada puesta en el absurdo lago de sangre sobre la hierba enlodada: «¿No estás harto ya de tanta soledad, Jim? Yo levanto para ti la proscripción del mar que te impusieron los hombres. Para ti, Jim, que eres hombre al que embriaga la espuma del mar, que amas las velas y el viento gemidor». Y aquello al fin lo conmovió, aunque ya en el Torrens Jim determinó habitar en el mutismo. Ahora ayuda en las faenas, pero siempre está abstraído. Manipula las jarcias con manos ajenas, va hasta la punta del bauprés con equilibrio animal que ignora todo lo humano. Su mente perdida recorre inmensas zonas de su pasado como si todavía no entendiera el porqué de muchas cosas.
—Tienes razón, Jim —le dice el capitán—. Tenías que morir a manos del malayo Doramín.—No me refiero al balazo, señor. Eso le sucede a cualquiera, ni siquiera me dolió. Hablo de mi vida toda, de la desdicha de mi cobardía al abandonar un maldito barco creyendo que se hundiría; me refiero al deplorable espectáculo del tribunal que me humilló por esa falta, a la fracasada huida de ese pasado deshonroso. ¿Qué puede haber más dramático que un capitán que abandona su barco en el naufragio? Tal vez sólo el lord que antepusieron a mi nombre.—Y ni siquiera podías merecer el amor de una mujer. El destino es avaro, Jim. Te arrebató del mundo justo cuando empezabas a sorberlo.—Sí, capitán. A veces pienso que mi encuentro con la vida fue sólo un estúpido sueño; como si apenas me hubiera sido dado contemplar su entorno, pero jamás se me permitió introducirme en ella. También, que fui puesto en la vida por un dios caprichoso sin ningún propósito, o sólo para regocijo de sus pasiones más siniestras. Pero ahora, visto todo desde la perspectiva del tiempo, es mucho peor, capitán. Ahora creo que mi existencia no tuvo, ni siquiera para mí mismo, ningún sentido. Nada.El capitán observa minucioso al hombre pálido y delgado que planta su extendida figura ante él. Y ve en Jim la mejor alegoría de la desolación.—Te equivocas, Jim —le dice—, te equivocas. Tu vida fue muy importante: me dio un bellísimo tema para contar al mundo. Ahora, ve a tomarte un café y después ocúpate del cabrestante. ¡Y sacude a los hombres para faenar! ¡Se están tomando muy en serio eso de que ya murieron!Luego se vuelve a babor y distrae la mirada en el soñoliento horizonte. Mira el color del mar y lo ve plomizo. Recuerda que los griegos veían en el mar el color del vino y siente placer en la boca. Sin proponérselo, se encuentra de pronto con los ojos fascinados sobre un punto lejano que parece querer definirse en algo más concreto. «Debe ser otro de esos esperpentos que parecen ser la ocupación predilecta de los astilleros de estos confusos tiempos», se dice el capitán. «Pero es posible que su tripulación me indique al fin un rumbo adecuado a Puerto Mariúpol». Toma el catalejo y observa. Aún está muy lejos para distinguirlo sobre el ondulado lomo del mar. Enfoca atento el catalejo, pero ahora su concentración es agredida por atroces vozarrones que arremeten desde los camarotes hasta subir a cubierta. Ya sabe de quiénes se trata. «De nuevo los duelistas. Hoy empezaron temprano», piensa el capitán, mientras camina hacia la roda donde ya se encuentran los hombres frente a frente en actitud de dentelladas. Levanta el índice para hablar como un teólogo, al tiempo que es interrumpido por uno de los hombres.—Capitán, soy Feraud, oficial de húsares al servicio del invicto ejército del emperador Bonaparte...

—Sí, sí, Feraud, ya lo sé. Todos los días lo repites. Pero recuerda que lo de invicto fue sólo por un tiempo. Waterloo todavía humea para desmentirte —responde el capitán en tono pedagógico—. Y tú, D’Hubert, ¿para qué te prestas a esta locura? —concluye, dirigiéndose al otro hombre.—Es la costumbre, capitán; durante toda mi vida fui renuente a este ridículo encuentro, pero siempre terminaba cediendo a la provocación de este bocón, cuyos méritos y ascensos se debieron a mis influencias y buenos oficios. El duelo es la justificación de su existencia, capitán; aceptárselo con renuencia es la mía. A fin de cuentas, él siempre es el humillado.Mientras tanto, Feraud babea de ira; abre la boca y expele injurias de fuego. Se retuerce en su sitio como por una repentina epilepsia, y ya nada lo contiene.—¡Esto es inconcebible! —ruge—. ¡Capitán, formalmente le solicito que me apadrine en esta lid! Ya he hablado con Nostromo y Razumov, que también me asistirán.—Yo sólo cuento con Almayer... si logro arrancarlo de su visionaria pipa de opio —dice algo confundido D’Hubert.El capitán los mira uno a uno, y luego de un prolongado silencio les pregunta lo mismo de todos los días.—¿Y las armas? ¿Se piensan batir con el dedo índice, muchachos? Ya saben que en nuestro estado lo único que podemos portar son cadenas para arrastrar, y eso en las viejas casonas y en los castillos abandonados, porque en este viejo barco sólo servirían para fatigarnos.Los hombres quedan atónitos; entonces repiten su diaria mirada de desconcierto ante omisión tan lamentable y, luego de una gallarda inclinación de cabeza, se retiran cada uno por su lado, confundidos aún por la torpeza de su imprevisión. La tripulación, que ya se dispersa por la cubierta, les palmea las espaldas con afecto. El capitán los ignora porque ahora enfoca todo su cuidado en la presencia del barco en la distancia. Pasa por encima del grumete que enjabona el piso, y vuelve a la borda a concentrar el catalejo sobre ese punto negro que ya se define. «Es raro, muy raro —murmura—, más que el último que avistamos hace tres días y que nos dejó sordos con el estruendo de los engranajes y su motor endemoniado. Éste tampoco tiene velamen ni arboladura; en su lugar han erigido una ridícula arquitectura metálica de cilindros, cubos y rectángulos colosales. Pero no importa. Como va el mundo, todos los barcos terminarán por ser fiel copia del exabrupto ese del Titanic, que fracasó por la soberbia de los armadores: ¡cuarenta y cinco mil toneladas de vanidad!».

El Sol ya empieza a poner color a las cosas. El cielo, ahora de un azul estridente, omite las nubes; las relajadas olas se han irisado y las gaviotas que meditan en el mástil centellean de tan blancas. El capitán piensa en Jessie, a quien le gustan los amaneceres nítidos. Y decide retener en la memoria todo lo que su vista absorbe para después contárselo a ella en cada detalle. Mientras aguarda a que el otro barco se ponga a distancia de voz, observa meticuloso cada movimiento de los peces, toda transformación de los colores en el agua, la distancia perdida de lugares que imagina también gritando de color, cualquier gesto del mar y de las aves, hasta el mismo estado de su alma queda registrado en la vieja mente del capitán memorioso. Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev. En medio de la cena, él le va a dibujar con palabras este amanecer.Ya el otro barco se acerca. Su eslora es enorme; debe ser cinco veces la del Torrens. Intenta leer su nombre, pero el Sol se lo impide al golpear sobre el casco plateado. Puede, no obstante, ver la tripulación por el catalejo. Son hombres muy afeitados y relucientes. Miran también hacia el Torrens con ojos estupefactos de miedo supersticioso, desde sus estrictos uniformes azules. Uno de ellos, acaso el primer oficial, pone los binoculares frente a su catalejo, y entonces el capitán levanta la mano con emoción para saludarlo. Se empina y quiere alcanzarlo con los dedos. El otro no responde y mira interrogante a su vecino, un joven oficial rubio y envarado que parece más tranquilo. Al capitán no le importa que lo ignoren, y grita a sus hombres que se acerquen, que agiten pañuelos, que griten hasta reventar, que hagan sonar el pito, que se desgañiten y se queden sin voz y sin aliento; lo consume una alegría nerviosa. Ellos se detienen en su deambular y lo observan con la conmiseración de siempre. De nuevo, el capitán se ilusiona.Ya los tiene a distancia de voz; puede verlos sin el catalejo. Discierne el decorado de los severos uniformes. Y siente que ha llegado el momento. Almacena cuanto aire le cabe en el pecho, y abre compuertas a la tempestad de su voz:—¿Podrían ustedes decirme hacia dónde es Puerto Mariúpol, señores? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.

—Como le decía, señor —habló el joven rubio al primer oficial—, no es extraño que el radar no lo haya detectado. Ningún instrumento puede hacerlo.—Pero es que, además, las velas no están izadas y no hay un alma en cubierta —balbuceó el primer oficial sin quitar los ojos de los binoculares.—Se equivoca usted, señor, es tripulado por almas; sólo que no podemos verlas. Allí está el alma del capitán Józef Teodor Konrad Korzeniowski; acaso usted lo ha oído mencionar como Joseph Conrad, el escritor.El primer oficial dejó los binoculares y miró al joven.—Me habla usted de un hombre que murió hace más de setenta años, Marlowe. ¡Claro que he leído sus libros, son memorables!—Mi bisabuelo, que narró con su voz varios de esos libros, legó a mi familia la historia del capitán Konrad Korzeniowski. Contaba él que a ese capitán, después de veinte años de navegar por todos los mares del mundo, una mujer lo retuvo en tierra, luego fue una familia. Se dedicó entonces a su otro dominio: escribir novelas sobre personajes del mar, y ahora ellos son la tripulación de su barco. Y va de puerto en puerto en busca de Jessie, la mujer que lo aguarda. Se habían prometido un último viaje de ancianos a las tierras de su origen para concluir la vejez entre sus mayores, pero la muerte ignoró ese deseo. Y él no quiere incumplir. Por eso navega vehemente en el Torrens, ese barco que usted tiene a la vista, señor. Navega en el tiempo, navega en la ilusión. Dicen que los puertos lo añoran. Él se deja ver en ellos y hay lugares que lo prefieren como paisaje frecuente en su mar. Todos lo recuerdan, sí, señor. Siempre lo esperan y él no puede demorarse porque tiene una cita importante que cumplir. Debido a eso, en cualquier instante una densa niebla lo cubrirá a nuestros ojos mortales, ya verá usted, señor; en otro instante, hombres de idioma distinto del nuestro verán al Torrens recalar en sus aguas, y aspirarán a contemplar el rostro de su infatigable capitán.
agonía de un paquidermo prehistórico. El capitán la reconoce. Es la tos de James Wait, el negro fallecido en el Narcisus.De todos los navegantes del azaroso mar, James Wait es el menos apreciado por los hombres del barco. Éstos habían expresado al unísono y con voz de trueno su negativa a incorporarlo a la tripulación. Su insolidaridad en los momentos más críticos, el egoísmo insolente, la malsana costumbre de sentirse siempre infeliz por alguna causa y de querer transferir a los demás toda su desdicha, la vida miserable que hizo pasar a los del Narcisus, eran suficiente prueba para descartar cualquier pensamiento de admitirlo en el Torrens. Con todo, él se las arregló para acompañarlos. Se embarcó en Ko Tao justo el día en que el barco entró en la dársena y la tripulación había descendido a tierra, tal como acostumbra hacerlo desde tiempo inmemorial.Aunque ya no lo necesitan, los hombres del Torrens siguen atados a los devotos rituales de su vida; los practican mecánicamente, como una inadvertida obstinación de recoger sus pasos en repetición infinita, para así permanecer ellos mismos en un estado inmodificable que justifique la levedad de su nueva esencia (ya nadie los percibe). Por eso, aunque ya no requieren abundantes provisiones para travesías heroicas como en el pasado (ahora hacen navegación de cabotaje), tampoco licores fieros en las arriesgadas tabernas de puerto, mujeres mercenarias en las bondades de sus cuerpos, ni la fortuna oculta en las ávidas figuras del póquer, bajan a tierra salvajemente en cuanto huelen puerto; se desbandan enfáticos, con el tropel de los locos a la libertad.James Wait, el negro del Narcisus, había aprovechado aquella ausencia para abordar sigiloso y sin ninguna resistencia, sin ninguna explicación de su parte. Y aguardó en el barco, echado en uno de los camarotes, con las manos de almohada y la habitual indolencia que siempre lo caracterizó, infectándolo todo con los huracanes de su tos, los dos días que tardó en volver la tripulación.El capitán nunca desembarca, pero mientras los hombres se atropellan buscando tierra, él vuela emocionado a la borda y se aplica a gritar un ansioso saludo a algún transeúnte lugareño del puerto.¿Podría usted decirme si éste es Puerto Mariúpol, señor? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.Y vuelve apesadumbrado a su camarote tras la invariable negativa del paisano, que además le ha dado algunas indicaciones para orientarlo; él las acatará tan pronto regrese la tripulación. Los hombres, que en su partida nunca ven a ningún transeúnte de puerto y muchísimo menos oyen el diálogo entre los dos, pero sí observan a su viejo capitán practicando gesticulaciones disparatadas entre palabras insensatas, se limitan a mirarse con socarrones mensajes de un asombro renovado en la burla indulgente. Justo después de uno de esos fracasos del capitán, James Wait se deslizó en el barco. Y el anciano capitán no se percató de su presencia, ocupado de inmediato y como siempre en el estudio de sus viejas cartas de navegación, de amarillentos portulanos y planisferios; en la recuperación de manoseados astrolabios, sextantes y cuadrantes; en el repaso de los libros que le ocuparon la mano a lo largo de su vida, en el recuerdo incómodo de un hogar que no termina de extrañar. Y piensa en Jessie con desasosiego. Sabe que ella lo aguarda para cenar en Puerto Mariúpol y partir juntos al día siguiente hacia Berdichev, tierra que lo trajo al mundo y donde oyó por primera vez del hechizo del mar. Se habían prometido ese viaje a Berdichev una tarde calmosa en el huerto de su casa en Bishopbourne. Él quería volver a su pasado. Quería tener junto a ella una lenta vejez allí, luego de haber cumplido, como toda pareja ordinaria, el ciclo normal de dos hijos y un hogar tranquilo y bostezado. Hace tanto han planeado ese viaje final, que el capitán a veces hasta se ha sentido ya rodeado por los brazos laboriosos de sus parientes vivos. Los otros, los ausentes, también estarán allí a su manera en los rincones de la casa, en las siluetas que mancharán las paredes, en los cuartos solitarios que se llenarán de sus presencias cuando él regrese.



Hace inmersión en su vida pasada y no hay nadie en el mundo que consuma ese oficio con vehemencia más febril. Es una especie de festín permanente que él sólo alterna con la pericia para conducir cualquier barco hasta los lugares más insospechados del globo donde haya una gota de mar. Pero siente que le ha dado mil vueltas al mundo en busca de Puerto Mariúpol. Ha unido en su singladura el Atlántico y el Pacífico, el mar de Azov y el mar Negro; el mar de Wadden y el Mediterráneo lo han saludado con familiaridad. Ningún puerto le es ajeno, y en todos ha encontrado la misma respuesta: «Está muy lejos, capitán», y a continuación la prodigalidad del interrogado ha sido explícita sobre hacia dónde debe virar. Él también lo sabe, pero siempre se equivoca. La culpa es de su brújula encantada y de haber perdido la facultad de pedir consejo a los astros. Y Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev.
En ocasiones, los ruidos provenientes de cubierta logran romper su recogimiento. Entonces se abren las fauces del infierno y un capitán energúmeno emerge de ellas para imponer disciplina con torrentes de voz que silencian el universo: «¡Y ahora, a la gran gavia! ¡Tú, imbécil, atraca ese andarivel! ¡Muévanse, no se queden sin hacer nada! ¡Contramaestre, no hay descanso hasta que la maniobra quede hecha! ¡Trabajen hasta sangrar! ¡Hay viento para hinchar las velas. Quiero hender ese viento, quiero rasgarlo como a un jamón! ¡No olviden que este viejo barco amigo mío es un clíper extremo! ¡Para eso están aquí!». Y con un movimiento de tornado cierra la puerta de su camarote en un estruendo que hace vacilar la arboladura toda. Los rudos hombres se silencian. Sus rostros, habitados por barba tenebrosa y bruscas cicatrices cargadas de historias inconfesables, nada expresan. Pero esto es sólo en ocasiones. El capitán, por lo general, se limita a escuchar las discusiones de la tripulación y no interviene para nada, salvo que las cosas vayan a mayores. No siempre es así. Ha lidiado con tantas tripulaciones bestiales, que la presente parece integrada por alelados novicios. Ahora, en la madrugada, ante un mar que respira un sueño apacible, oye en la memoria los acostumbrados lamentos de James Wait la noche pasada, pidiendo que alguien lo ayudara con unos aparejos muy pesados.
—¿No ven que mi atormentado cuerpo ya no soporta ni el movimiento del barco? —y tosió su veneno in crescendo hasta obtener respuesta de alguien. Era Kurtz.—¿Y quién te mandó a unírtenos, negro estúpido y maloliente? ¡Tú te lo buscaste! ¡Por mí puedes reventar de nuevo!—¡Esa respuesta sólo podía provenir de ti, maldito explotador de nativos en el Congo! ¡Demonio ladrón de marfil y de conciencias! —respondió James Wait tragándose la tos.—¿De dónde sacas semejante blasfemia, inmundo comedor de ratas? ¡Una palabra más y romperé tu asqueroso pescuezo de gato envenenado!Pero nada pasó. Los otros hombres hicieron comentarios a favor y en contra de los rivales, para terminar, conciliadores, ayudando a James Wait, que no les dio las gracias y se echó en algún rincón a contemplar las nubes y a barrer la cubierta con fragores de tos invencible.El capitán, por costumbre, quiere llevarse un cigarro a la boca, pero en seguida recuerda que ese placer también le ha sido vedado. Jessie se planta ante él y le recrimina de nuevo esa fea costumbre de aspirar porquería: «Ni los trenes, Joseph. Si te fijas bien, ellos se liberan del humo en vez de tragárselo. Eres un fumívoro, Joseph». Él la mira sonriendo con humildad, y le repite su vieja respuesta: «No te fumes la colilla, querida Jessie», para hacerle ver que vuelve sobre temas fatigados. Ella le acaricia la mejilla con su mano anciana y él cierra los ojos con afligida placidez. Cuando los abre, Jessie se ha marchado. Él suspira y pone la mirada húmeda sobre el lánguido horizonte que se despereza entre púrpuras y amarillos perplejos. Un viento maestral silba y envuelve el barco en giros suaves; el capitán lo aspira y siente que atraviesa su cuerpo, hecho también de brisa.Todavía respira la calma de la madrugada, cuando oye la voz de Jim a su espalda:—Mi destino no podía ser otro, ¿verdad, capitán?


El capitán se vuelve y lo observa. Jim ha permanecido silencioso desde que embarcó, y harto le había costado al capitán convencerlo de acompañarlo. Lo encontró caído aún de cara, tal como quedó, y al invitarlo al barco como había hecho casi con todos los hombres de la tripulación, Jim volvió su rostro en un gesto devastado y se negó en silencio. Luego se incorporó despacio hasta sentarse al lado del cuerpo vacío. Conversaron mucho aquella tarde y Jim seguía renuente a acompañarlo; prefería hablar de sus viajes a Bombay, a Calcuta, a Rangún, a Penang. Ya la inmensa soledad del mundo rebosaba de luna cuando, luego de otra de sus negativas, recuerda el capitán que decidió decirle, con la mirada puesta en el absurdo lago de sangre sobre la hierba enlodada: «¿No estás harto ya de tanta soledad, Jim? Yo levanto para ti la proscripción del mar que te impusieron los hombres. Para ti, Jim, que eres hombre al que embriaga la espuma del mar, que amas las velas y el viento gemidor». Y aquello al fin lo conmovió, aunque ya en el Torrens Jim determinó habitar en el mutismo. Ahora ayuda en las faenas, pero siempre está abstraído. Manipula las jarcias con manos ajenas, va hasta la punta del bauprés con equilibrio animal que ignora todo lo humano. Su mente perdida recorre inmensas zonas de su pasado como si todavía no entendiera el porqué de muchas cosas.
—Tienes razón, Jim —le dice el capitán—. Tenías que morir a manos del malayo Doramín.—No me refiero al balazo, señor. Eso le sucede a cualquiera, ni siquiera me dolió. Hablo de mi vida toda, de la desdicha de mi cobardía al abandonar un maldito barco creyendo que se hundiría; me refiero al deplorable espectáculo del tribunal que me humilló por esa falta, a la fracasada huida de ese pasado deshonroso. ¿Qué puede haber más dramático que un capitán que abandona su barco en el naufragio? Tal vez sólo el lord que antepusieron a mi nombre.—Y ni siquiera podías merecer el amor de una mujer. El destino es avaro, Jim. Te arrebató del mundo justo cuando empezabas a sorberlo.—Sí, capitán. A veces pienso que mi encuentro con la vida fue sólo un estúpido sueño; como si apenas me hubiera sido dado contemplar su entorno, pero jamás se me permitió introducirme en ella. También, que fui puesto en la vida por un dios caprichoso sin ningún propósito, o sólo para regocijo de sus pasiones más siniestras. Pero ahora, visto todo desde la perspectiva del tiempo, es mucho peor, capitán. Ahora creo que mi existencia no tuvo, ni siquiera para mí mismo, ningún sentido. Nada.El capitán observa minucioso al hombre pálido y delgado que planta su extendida figura ante él. Y ve en Jim la mejor alegoría de la desolación.—Te equivocas, Jim —le dice—, te equivocas. Tu vida fue muy importante: me dio un bellísimo tema para contar al mundo. Ahora, ve a tomarte un café y después ocúpate del cabrestante. ¡Y sacude a los hombres para faenar! ¡Se están tomando muy en serio eso de que ya murieron!Luego se vuelve a babor y distrae la mirada en el soñoliento horizonte. Mira el color del mar y lo ve plomizo. Recuerda que los griegos veían en el mar el color del vino y siente placer en la boca. Sin proponérselo, se encuentra de pronto con los ojos fascinados sobre un punto lejano que parece querer definirse en algo más concreto. «Debe ser otro de esos esperpentos que parecen ser la ocupación predilecta de los astilleros de estos confusos tiempos», se dice el capitán. «Pero es posible que su tripulación me indique al fin un rumbo adecuado a Puerto Mariúpol». Toma el catalejo y observa. Aún está muy lejos para distinguirlo sobre el ondulado lomo del mar. Enfoca atento el catalejo, pero ahora su concentración es agredida por atroces vozarrones que arremeten desde los camarotes hasta subir a cubierta. Ya sabe de quiénes se trata. «De nuevo los duelistas. Hoy empezaron temprano», piensa el capitán, mientras camina hacia la roda donde ya se encuentran los hombres frente a frente en actitud de dentelladas. Levanta el índice para hablar como un teólogo, al tiempo que es interrumpido por uno de los hombres.—Capitán, soy Feraud, oficial de húsares al servicio del invicto ejército del emperador Bonaparte...

—Sí, sí, Feraud, ya lo sé. Todos los días lo repites. Pero recuerda que lo de invicto fue sólo por un tiempo. Waterloo todavía humea para desmentirte —responde el capitán en tono pedagógico—. Y tú, D’Hubert, ¿para qué te prestas a esta locura? —concluye, dirigiéndose al otro hombre.—Es la costumbre, capitán; durante toda mi vida fui renuente a este ridículo encuentro, pero siempre terminaba cediendo a la provocación de este bocón, cuyos méritos y ascensos se debieron a mis influencias y buenos oficios. El duelo es la justificación de su existencia, capitán; aceptárselo con renuencia es la mía. A fin de cuentas, él siempre es el humillado.Mientras tanto, Feraud babea de ira; abre la boca y expele injurias de fuego. Se retuerce en su sitio como por una repentina epilepsia, y ya nada lo contiene.—¡Esto es inconcebible! —ruge—. ¡Capitán, formalmente le solicito que me apadrine en esta lid! Ya he hablado con Nostromo y Razumov, que también me asistirán.—Yo sólo cuento con Almayer... si logro arrancarlo de su visionaria pipa de opio —dice algo confundido D’Hubert.El capitán los mira uno a uno, y luego de un prolongado silencio les pregunta lo mismo de todos los días.—¿Y las armas? ¿Se piensan batir con el dedo índice, muchachos? Ya saben que en nuestro estado lo único que podemos portar son cadenas para arrastrar, y eso en las viejas casonas y en los castillos abandonados, porque en este viejo barco sólo servirían para fatigarnos.Los hombres quedan atónitos; entonces repiten su diaria mirada de desconcierto ante omisión tan lamentable y, luego de una gallarda inclinación de cabeza, se retiran cada uno por su lado, confundidos aún por la torpeza de su imprevisión. La tripulación, que ya se dispersa por la cubierta, les palmea las espaldas con afecto. El capitán los ignora porque ahora enfoca todo su cuidado en la presencia del barco en la distancia. Pasa por encima del grumete que enjabona el piso, y vuelve a la borda a concentrar el catalejo sobre ese punto negro que ya se define. «Es raro, muy raro —murmura—, más que el último que avistamos hace tres días y que nos dejó sordos con el estruendo de los engranajes y su motor endemoniado. Éste tampoco tiene velamen ni arboladura; en su lugar han erigido una ridícula arquitectura metálica de cilindros, cubos y rectángulos colosales. Pero no importa. Como va el mundo, todos los barcos terminarán por ser fiel copia del exabrupto ese del Titanic, que fracasó por la soberbia de los armadores: ¡cuarenta y cinco mil toneladas de vanidad!».

El Sol ya empieza a poner color a las cosas. El cielo, ahora de un azul estridente, omite las nubes; las relajadas olas se han irisado y las gaviotas que meditan en el mástil centellean de tan blancas. El capitán piensa en Jessie, a quien le gustan los amaneceres nítidos. Y decide retener en la memoria todo lo que su vista absorbe para después contárselo a ella en cada detalle. Mientras aguarda a que el otro barco se ponga a distancia de voz, observa meticuloso cada movimiento de los peces, toda transformación de los colores en el agua, la distancia perdida de lugares que imagina también gritando de color, cualquier gesto del mar y de las aves, hasta el mismo estado de su alma queda registrado en la vieja mente del capitán memorioso. Jessie lo espera para cenar y partir al día siguiente hacia Berdichev. En medio de la cena, él le va a dibujar con palabras este amanecer.Ya el otro barco se acerca. Su eslora es enorme; debe ser cinco veces la del Torrens. Intenta leer su nombre, pero el Sol se lo impide al golpear sobre el casco plateado. Puede, no obstante, ver la tripulación por el catalejo. Son hombres muy afeitados y relucientes. Miran también hacia el Torrens con ojos estupefactos de miedo supersticioso, desde sus estrictos uniformes azules. Uno de ellos, acaso el primer oficial, pone los binoculares frente a su catalejo, y entonces el capitán levanta la mano con emoción para saludarlo. Se empina y quiere alcanzarlo con los dedos. El otro no responde y mira interrogante a su vecino, un joven oficial rubio y envarado que parece más tranquilo. Al capitán no le importa que lo ignoren, y grita a sus hombres que se acerquen, que agiten pañuelos, que griten hasta reventar, que hagan sonar el pito, que se desgañiten y se queden sin voz y sin aliento; lo consume una alegría nerviosa. Ellos se detienen en su deambular y lo observan con la conmiseración de siempre. De nuevo, el capitán se ilusiona.Ya los tiene a distancia de voz; puede verlos sin el catalejo. Discierne el decorado de los severos uniformes. Y siente que ha llegado el momento. Almacena cuanto aire le cabe en el pecho, y abre compuertas a la tempestad de su voz:—¿Podrían ustedes decirme hacia dónde es Puerto Mariúpol, señores? Mi brújula falsea y yo he perdido la facultad de leer el firmamento.

—Como le decía, señor —habló el joven rubio al primer oficial—, no es extraño que el radar no lo haya detectado. Ningún instrumento puede hacerlo.—Pero es que, además, las velas no están izadas y no hay un alma en cubierta —balbuceó el primer oficial sin quitar los ojos de los binoculares.—Se equivoca usted, señor, es tripulado por almas; sólo que no podemos verlas. Allí está el alma del capitán Józef Teodor Konrad Korzeniowski; acaso usted lo ha oído mencionar como Joseph Conrad, el escritor.El primer oficial dejó los binoculares y miró al joven.—Me habla usted de un hombre que murió hace más de setenta años, Marlowe. ¡Claro que he leído sus libros, son memorables!—Mi bisabuelo, que narró con su voz varios de esos libros, legó a mi familia la historia del capitán Konrad Korzeniowski. Contaba él que a ese capitán, después de veinte años de navegar por todos los mares del mundo, una mujer lo retuvo en tierra, luego fue una familia. Se dedicó entonces a su otro dominio: escribir novelas sobre personajes del mar, y ahora ellos son la tripulación de su barco. Y va de puerto en puerto en busca de Jessie, la mujer que lo aguarda. Se habían prometido un último viaje de ancianos a las tierras de su origen para concluir la vejez entre sus mayores, pero la muerte ignoró ese deseo. Y él no quiere incumplir. Por eso navega vehemente en el Torrens, ese barco que usted tiene a la vista, señor. Navega en el tiempo, navega en la ilusión. Dicen que los puertos lo añoran. Él se deja ver en ellos y hay lugares que lo prefieren como paisaje frecuente en su mar. Todos lo recuerdan, sí, señor. Siempre lo esperan y él no puede demorarse porque tiene una cita importante que cumplir. Debido a eso, en cualquier instante una densa niebla lo cubrirá a nuestros ojos mortales, ya verá usted, señor; en otro instante, hombres de idioma distinto del nuestro verán al Torrens recalar en sus aguas, y aspirarán a contemplar el rostro de su infatigable capitán.

Cesar Perez Pinzón.

EL DESFILE

"He pintado Colombia toda mi vida. Tanto la amable que conocí de niño, como esta que veo ahora a través de la prensa, y que me impacta mucho. Eso me ha producido una impresión y una necesidad de pintar seis o siete cuadros que son, parte de esa realidad. No es una decisión, como que se levanta uno por la mañana y dice voy a pintar la violencia. Es un tema que como que le `rumba' a uno la imaginación, hasta que dice voy a pintar esta cosa. La noticia de la matanza la leí en el Herald Tribune. Me impresionó que una gente que estaba bailando y divirtiéndose la asesinaron. Es algo que me dejó horrorizado. A un artista eso le impresiona mucho. Me quedó en la imaginación, lo sentí y lo hice"


Fernando Botero.




CERDOS EN EL VIENTO

Amigos, con verdadero placer les presento este texto del maestro triunfo Arciniegas. Les confieso que para mi vida de lector este texto fue fundamental, pues en él prevalecen de manera paralela dos de los pilares de mi concepción sobre la literatura. La ficcionalización de la realidad y el acto problemático de la escritura.Espero que se nutran y disfruten con él y recuerden que soñar es el unico arte que el hombre no debe olvidar jamas.

CERDOS EN EL VIENTO
(Triunfo Arciniegas)
De repente el cielo fue asaltado por bellos, rosados y angelicales cerdos que sonreían de oreja a oreja. Hechizado por el espectáculo multicolor de sus alas, un niño los confundió con mariposas gordas y quiso saltar para atraparlas. El periódico los consideró una flor de escándalo que revienta un día gris en una ciudad gris. Una vieja de pañoleta y bigotes se persignó y corrió a la iglesia a prepararse para el fin de los tiempos. Tropecé y se me regaron los panes del desayuno frente al almacén de bicicletas.

En tres palabras: el mundo cambió. Nunca antes fue tan fácil ni tan barato recobrar la alegría. Uno miraba al cielo y le daban unas ganas locas de reír. Por ese entonces había peleado con mi mujer y vivía solo, sin afanes, sin rabias. Exprimí cinco naranjas mientras recordaba unos versos de Neruda, bebí el jugo con huevos de codorniz en la ventana, y por fin me decidí a escribir la novela tantas veces postergada.

Era estúpido, era inconcebible un cielo lleno de mariposas gordas en pleno festival, pero también gracioso. Nadie se explicaba. Nadie preguntó y nadie explicó al principio. No había tiempo para complicaciones. Bastaba levantar la cara para espantar la pena. Casi volábamos.

Después del regocijo vinieron las preguntas. ¿Por qué, luego de tanto tiempo en el barro y las porquerizas, a los cerdos les daba por vivir en el aire? ¿A qué se debía semejante ataque espiritual? Los estudiosos acudieron a los empolvados libros de metafísica y no encontraron la respuesta. Los sacerdotes y las Hermanitas de la Caridad del Divino Señor invocaron al
Espíritu Santo y, cuando éste no acudió, los solicitantes dieron por entendido que el Espíritu Santo ignoraba la respuesta. El presidente de la república escribió a los científicos de los Estados Unidos pero allí ni siquiera sabían que existían los cerdos voladores. Ese fenómeno no se presentaba en países tan avanzados. Se conocía una canción de Pink Floyd sobre los cerdos en el viento pero todo el mundo sabía que se trataba de la fantasía de un cuarteto de locos que deliraba con la música más deliciosa de este mundo. Los cantantes callejeros, los ciegos que van por el mundo pidiendo una moneda con una aporreada guitarra de cinco cuerdas y el hilo de su voz chillona, extasiados, alabaron las últimas maravillas del cielo. Se decía que Dios se había sobrado con la última de sus criaturas y que ahora por fin el mundo estaba terminado. Y en verdad la gente miraba como si fuese el primer día de la creación. Al principio, porque luego apareció la mano negra de la duda. Una mano peluda que acariciaba la garganta en el cuarto oscuro de los pensamientos.
¿Por qué el hombre tenía que estar cuestionándolo todo? Qué maldita manía.

La novela se atascó en la mitad del cuarto capítulo. Mi mujer vino a golpear a la puerta una noche cualquiera. Había llorado. Había reflexionado. Decidimos intentar de nuevo una vida en común. Como era viernes, salimos a parrandear y terminamos borrachos y abrazados en La
Viuda Alegre, un bar de moda donde todo el mundo se saludaba de beso. Más de uno llamó por su nombre a mi mujer. Alguien deslizó una mano por su espalda hasta muy abajo y acepté que habíamos estado demasiado tiempo separados.

La gente ya no levantaba la cara para espantar la pena sino para hacer otra pregunta. Una pregunta más en su enredada vida. Otra arruga en la frente. El espectáculo de los cerdos voladores perdió su gracia. Cuando los cerdos realizaban sus asambleas aéreas, pues practicaban con fervor la democracia, el cielo se tapaba peor que con un manto de nubes. La gente maldecía cuando los cerdos no dejaban pasar el sol. Los niños chillaban porque en la
ventana un cerdo intentaba alegrarles el rato y la mamá acudía con la escoba del espanto y luego el marido con el revólver de tumbar ladrones y entonces el cerdo se iba con su sonrisa de ángel a otra parte. Los viernes en la noche no faltaba ningún cerdo al baile de gala y era tal el alboroto que la gente perdió la paciencia. En realidad, nadie soportaba tanto cerdo vanidoso, lleno de harapos pintorescos, y retorciéndose en el aire como si se estuviera destrozando por dentro. Nadie entendía su regocijo de vivir en el viento. Mi mujer maldecía. Le dolía la cabeza todo el tiempo.

Los cerdos, que ya no regresaron al barro, se bañaban con espuma de mar y pedacitos de nube, porque un mar y una nube siempre estaban a la mano. Ya no más desperdicios sino tréboles, ostras y otras delicadezas. Se les volvió la piel de manzana y pronto fueron más hermosos que los pájaros. Los pintores se volvieron locos por pintarlos y en los museos bajaron las madonas y los ángeles para colgar los cerdos celestiales.

Los pájaros se murieron de envidia y rabia. Los cerdos ahora vivían en los árboles, en sofisticados lechos de terciopelo. Ya casi no tocaban tierra. Estaban felices.

Pero no el resto del mundo. A la gente le molestaba que no respetaran los semáforos, que no se fregaran la vida buscando un taxi o yendo a la casa en un atestado bus urbano, que no se aburrieran en las oficinas, que no hicieran cola para pagar impuestos, que no se les acabaran los zapatos. El espectáculo de los cerdos voladores, de pronto y por razones que se acumularon como moscas en llaga de pordiosero, se transformó en ofensa pública.

Con mi mujer vivía en una sola pelotera. Extrañaba los días felices del jugo de naranja y los primeros capítulos de la novela. Mi mujer quería que me dedicara de una vez por todas a vender autos usados. Quería que trabajara más, que viviéramos en un apartamento más grande y que nos fuéramos de vacaciones a Margarita. Nunca entendí su fascinación por la
playa y los espacios abiertos. Siempre detesté ese amontonamiento de gente desnuda, tirada al sol, asándose como pollos. Sólo quería levantarme tarde, leer, escribir el resto de la novela. Mi mujer alegaba que a los treinta y cinco ya no servía para escribir novelas, que pensara en nuestro futuro y que si seguía tan desjuiciado volvería a vivir con su madre.

Aunque no repliqué, sabía que apenas me estaba acercando a la edad de las novelas. Después de una exhaustiva campaña de televisión y prensa, se llegó a la conclusión que hizo respirar de alivio a todo el mundo: los cerdos no podían continuar en el territorio de los aviones y las nubes. Muy bien, dijeron algunos, pero cómo evitar que siguieran allí, quién subiría a bajarlos. Se les ocurrió enlazarlos pero ningún cerdo se dejaba. Se les ocurrió sorprenderlos a piedra pero los cerdos habían adquirido cierta elegancia de trapecistas. Se les ocurrió perseguirlos a tiros pero los cerdos se pusieron fuera de alcance. Después de tantos fracasos, alguien
propuso la solución: recortarles las alas. Los atraparon dormidos en los árboles y cerdo que amanecía sin alas era cerdo que no volaba más.

Fue una masacre de alas espantosa. Las cámaras de televisión se regodearon con tanta pluma ensangrentada. El cielo se despobló a una velocidad de vértigo. Sólo quedaba tal cual cerdo en el viento, como una mancha, que los mutilados veían desde tierra con un dolor en el costado. Los cerdos no recuperaron las alas y todos sus hijos nacían desalados. Se crearon cuerpos de seguridad para arrancarle las alas al recién nacido que, por accidente, cayera en tal provocación. El mundo volvió a ser lo que era.

Mi mujer regresó con su madre y yo reanudé la novela. Esta vez pude terminarla. Después de escribir la última página, me acerqué a la ventana con el jugo de naranja y supe que más allá del viento continuaban los sobrevivientes.

En un patio vecino, a la luz de la luna, una mujer canta la triste canción de los cerdos que extendieron sus alas de escándalo sobre el duro rostro de las ciudades. Nadie entendió. "¿Quién puede soportar tanto amor?", canta una y otra vez la mujer en el patio. Los cerdos escribieron sus penas con hilos de seda en la misma dureza del aire. La voz sube al cielo y se
quiebra en pedacitos de luz. Agonizaron en silencio, escondieron la cara entre las orejas y desaparecieron. Se fueron a los desiertos y los páramos a contemplar la soledad, más allá del aire de las ciudades. La canción asegura que volverán cuando los tiempos sean menos duros.

Entre tanto, en la espera, a veces un cerdo, untado de barro y desdicha, levanta los ojos al cielo y deja caer una lágrima.
Triunfo Arciniegas
triunfoarci@mixmail.com
Escritor nacido en Málaga (Colombia) y residente en Monteadentro, en las afueras de Pamplona. Ha publicado El cadáver de sol, En concierto, La silla que perdió una pata y otras historias, El león que escribía cartas de amor, La media perdida, La lagartija y el sol, Los casibandidos que casi roban el sol, La pluma más bonita, Serafín es un diablo, El Superburro y otros héroes, El vampiro y otras visitas y las obras de teatro El pirata de la pata de palo, La vaca de Octavio, La araña sube al monte, Lucy es pecosa, Después de la lluvia y Mambrú se fue a la guerra. Con Las batallas de Rosalino obtuvo el VII Premio Enka deLiteratura Infantil, con Caperucita Roja y otras historias el premio Comfamiliar del Atlántico, con La muchacha de Transilvania y otras
historias de amor el Premio Nacional de Literatura de Colcultura y con Torcuato es un león viejo el Premio Nacional de Dramaturgia.

miércoles, 11 de febrero de 2009

LAS RUINAS CIRCULARES

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

viernes, 6 de febrero de 2009

TODO

Los muertos no necesitan
aspirina o tristeza supongo.
pero quizás necesitan lluvia.
zapatos no pero un lugar donde caminar.
cigarrillos no, nos dicen,
pero un lugar donde arder.
O nos dicen: Espacio y un lugar para volar,
da igual. los muertos no me necesitan.
ni los vivos.
pero quizás los muertos
se necesitan unos a otros.
En realidad,
quizás necesitan todo
lo que nosotros necesitamos
y necesitamos tanto
Si solo supiéramos que es.
probablemente es todo y
probablemente todos nosotros
moriremos tratando de conseguirlo o
moriremos porque no lo conseguimos.
Espero que cuando yo este muerto
comprendaís que conseguí
tanto como pude.



Charles Bukowski